La semana pasada tenía que hacer un trámite cerca de Corrientes y Dorrego, así que decidí llegar temprano y tomar un café en la esquina, en un bar clásico que existe desde hace más de 40 años. Frente a ese bar siempre hubo dos paradas de diarios y revistas: una hacia la avenida Córdoba, y la otra, en dirección a la estación Chacarita. Eran puestos que, cuando era chico, me nutrían de historietas y revistas de humor, como Condorito, Patoruzito, etc. La vida de lectura promedio de un chico de los primeros años 80. También recuerdo antologías como Fuera de borda, una compilación con lo mejor de los historietistas españoles más populares de aquellos años.

Me acerqué a ver qué ofrecían hoy esas paradas. Para mí sorpresa -o no tanta, porque ya lo había advertido en muchos kioscos de diarios de Argentina-, se han convertido en pequeños locales de coleccionismo. Miniaturas, autos que marcaron la historia argentina, clásicos del rally, modelos para armar, aviones y tanques de la Segunda Guerra Mundial. Esto, mezclado con presentaciones de autos de películas, robots, personajes de televisión, cuchillos de cocina… De todo, menos publicaciones impresas como en otro tiempo.

Evidentemente, hoy estos kioscos viven básicamente del coleccionismo. Sentí un poco de nostalgia por el olor de una revista recién llegada. Quien haya comprado de manera regular El Gráfico a través de los años 80, no puede olvidar el perfume que tenían un lunes a la noche o un martes casi hasta el mediodía esas revistas que recién habían arribado al kiosco.

Entonces pienso: ¿Por qué compramos miniaturas? ¿Por qué comprar un auto en escala 1:43 o 1:24 para tener en nuestra biblioteca? ¿Nuestro propio vehículo?

Alguna vez me tocó viajar con un taxista que tenía pegado en la luneta un montón de autos clásicos argentinos. Me dijo que varios habían pertenecido al padre, o incluso a él mismo.

¿Cuál es la magia de estos pequeños cacharros?

Agradezco de todo corazón cada vez que entro a un kiosco y todavía se conserva la costumbre de vender unos pocos y pequeños juguetes. Eso sí, me sigue evocando aquellos años y parece no haber cambiado de manera radical.

Volviendo a la idea de la miniatura, de la evocación a través de algo pequeño que habla de algo mucho más grande, ¿qué sentimos cuando vemos un auto de Fórmula 1 tan distinto, tan diminuto respecto de los reales?

Creo que esa parte por el todo que pasan a ser estas pequeñas piezas nos conectan directamente con el vehículo real. Soñamos viendo detalles, teniéndolo en nuestra mano, que estamos aproximándonos a eso que parece un imposible: el de Max Verstappen, el de James Bond, un diseño de Oreste Berta, el último vehículo de Fangio, o un barco de guerra que solo existe en la memoria, y la pieza fundamental, el vehículo central de una película que nos marcó para siempre en la infancia o recientemente. Los trenes a escala, los vehículos a escala, el vehículo que diferencia de un muñeco de Batman de uno de Hulk o de la representación tridimensional o de PVC de un personaje de videojuego, existe en el mundo físico.

A través de los vehículos podemos conocer la historia de un país, la historia de una industria, historias alrededor del mundo; la historia del diseño, la historia de la moda… En definitiva, cómo el siglo XX, que impulsó de una manera notoria el crecimiento de industrias como la automotriz, definió el rumbo y el sentido de varias generaciones.

Los autos hablaban de las personas, contaban historias de familia, y para haber crecido -y vuelvo a esos pequeños a esos primeros años 80- es imposible no recordar que jugábamos con cartas que los tenían en fotografías a helicópteros, autos de carrera, autos deportivos, y que cantar en una mano afortunada cuántas velocidades por minuto podía tener una Ferrari, nos convertíamos inmediatamente no solo en ganadores de la partida, sino en los eternos poseedores de recuerdos que son todo el mundo a veces en Dorrego y Corrientes.