Cómo conocí a Mario Levrero
Una noche de insomnio en YouTube me llevó a descubrir un documental casero sobre Fogwill que, como un efecto dominó, terminó guiándome hacia Mario Levrero, un escritor que se volvió obsesión, refugio y revelación, cambiando para siempre mi manera de leer y de habitar la literatura.
En las noches de insomnio suelo navegar por Youtube sin rumbo, buscando algo que no tenga muchas visualizaciones, que sea interesante y que, en la medida de lo posible, pueda aportar información para ser volcada en alguno de los programas en los que trabajo, en un futuro libro o simplemente acompañar el camino hacia el sueño.
Una de esas noches di con un documental titulado Fogwill: El último viaje. Un documental casero, improvisado por lo que puede deducir, que cuenta como Rodolfo Enrique Fogwill, el escritor argentino (uno de mis favoritos) visita Madrid y luego Montevideo, en una gira literaria a propósito de la publicación de la colección de sus Cuentos completos de Alfaguara. Un montón de testimonios dan cuenta de la obra y la vida del autor. En un bar-librería de Montevideo llamado A Puro Verso, Gustavo Mota, el director del documental, entrevista a Fogwill. Esa entrevista central es el cuerpo que conduce toda la pieza documental, de apenas 50 minutos. En un momento, el escritor se queja. Entre un montón de cosas de las cuales se queja, es de haber sido la primera persona que le llevó a Mario Levrero para ser publicado a una editorial que lo rechazó, para luego ver cómo Penguin se encargaba de publicar La novela luminosa.
Veía ese documental como un mantra cada X cantidad de tiempo porque me tranquilizaba, me llevaba a lugares mágicos, me nutría bastante. Pero había algo que me empezó a pasar en esa espiral de obsesión. Sentía que una información secreta se me estaba revelando y no la podía encontrar.
Hace algunos años estaba bastante triste y fui a tomar un café con el director de cine Gabriel Medina. De la nada me dice que, para levantar el ánimo, lo que tenía que hacer al leer La novela luminosa, de Levrero. Ahí recordé que era mencionada en el documental y tomé ese dato como el signo perdido que no estaba pudiendo identificar. Yo tenía que leer La novela luminosa.
Llegué a mi casa y practiqué el ritual que suelo practicar cuando un libro es seleccionado para ser el próximo que voy a leer: insertarle un señalador de manera absolutamente azarosa entre sus páginas. La novela luminosa, por si no lo vieron nunca, es un libro físicamente imponente. Tiene muchas páginas y es un libro mediano; no es lo más grande que hay, pero tampoco de los más pequeños. Cuando me dispuse a abrir la página donde había dejado azarosamente el señalador, el apellido De Caro aparecía en repetidas ocasiones. Mario Levrero se estaba refiriendo a Julio De Caro, ¿pero cuántas chances hay de que en las únicas dos páginas donde se menciona tanto a Julio De Caro, yo haya puesto el señalador?
Lo tomé todo como toda una revelación. A partir de ahí me dediqué a leer la mayoría de cosas que pudiera de Mario Levrero, incluyendo su célebre cuento “La máquina de pensar en Gladys”. La obsesión por el autor me llevó a visitar sus casas tanto en Colonia como en Montevideo. Me llevó a seguir sus rastros, contactar a gente que había hecho el taller con él, a sus alumnos más aventajados, aparte de su familia. Me llevó a tener objetos de Levrero: un compilado de discos que había grabado para su estancia en la esquina en la intersección de Rodríguez Peña y Mitre, cuando trabajó para la revista Juegos de mente, y también llegó a mis manos un libro de Vladimir Nabokov que perteneció a su ajuar personal.
Levrero se volvió ese escritor que parece haber dicho todo lo que uno hubiera querido haber dicho alguna vez. Nunca me identifiqué tanto con la obra de alguien. Es muy difícil precisar los géneros a los que se dedica: ciencia ficción, policial negro, comedia, todo eso mezclado; literatura del Yo reinventada, fantasía… no hay una mirada del mundo tan fascinada y particular que haga querer vivir mil años. Se convirtió en mi escritor favorito. El acercamiento a su obra me llevó a lugares mágicos, plagados de sueños interpretados, sabores nuevos y mucha, muchísima inspiración.
Estoy eternamente agradecido a ese mago del azar que llevó el señalador adonde debía entrar, a Gabriel Medina por muchas cosas más, y sobre todo, a Gustavo Mota, el director de ese documental que, sin saberlo, me disparó para tantos lugares, inspiró tantas noches y acompañó tanta soledades.