Descubren un Rubens perdido desde 1613: cómo lo identificaron
Los detalles imperceptibles y cuánto pueden llegar a pagar cuando se remate
En el universo del arte, pocas cosas generan tanta conmoción como el hallazgo de una obra perdida durante siglos. No es solo la emoción de reencontrarse con un tesoro cultural: también surge la gran pregunta, casi detectivesca, de cómo confirmar su autenticidad. ¿Qué distingue la mano de un genio barroco de la de un asistente aplicado? ¿Cómo se logra diferenciar un original de una copia antigua o una falsificación bien ejecutada?
El reciente descubrimiento de Cristo en la cruz, un óleo de Peter Paul Rubens (1577–1640) que se creía perdido desde 1613 ocurrió casi por azar. Durante el inventario de una mansión en el elegante distrito 6 de París, un rematador se topó con un cuadro de gran formato que colgaba discretamente en el salón principal. Nadie en la familia propietaria sospechaba que aquel óleo, heredado generación tras generación, podía ser algo más que una decoración antigua. Sin embargo, el estilo llamó la atención de los especialistas: la fuerza del cuerpo de Cristo y la atmósfera sombría de la escena remitían a la tradición barroca flamenca. Fue entonces cuando se decidió llevar la obra a estudio y someterla a una serie de pruebas técnicas e históricas. El resultado fue sorprendente: se trataba de Cristo en la cruz, una pintura de Peter Paul Rubens que se creía perdida desde 1613.
El análisis de esta obra generó todo tipo de respuestas y lo hace de la mano de uno de los mayores especialistas en el pintor flamenco, el historiador Nils Büttner, presidente del Rubenianum de Amberes, quien analizó la pieza en profundidad y explicó su método en diálogo con Bardeo News.
A primera vista, el cuadro representa una crucifixión: Cristo aislado, iluminado contra un cielo oscuro, con Jerusalén al fondo bajo la tormenta. Pero para Büttner, lo importante no es solo lo que se ve, sino cómo está hecho.
“Con un ojo entrenado, uno puede ver qué fue pintado primero y qué después. En el cuerpo de Cristo se nota la virtuosidad del pintor; en el paisaje, en cambio, hay detalle pero no genialidad”, explicó el especialista. Esa diferencia, mínima para un espectador común, es decisiva para un experto. “El paisaje es meticuloso, pero no virtuoso y no una obra maestra. La pintura entera fue realizada en un taller, lo cual también se evidencia, y por eso digo: Rubens y estudio”.
La frase ilumina el corazón del trabajo de autenticación: detectar el trazo inconfundible del maestro en medio de las manos que colaboraban con él. En la anatomía de Cristo, con su tensión muscular y la manera en que el peso del cuerpo arquea el torso, está la marca de Rubens. En el fondo, en cambio, hay una ejecución más correcta que inspirada, típica de un asistente.
El ojo del historiador no es suficiente: debe ir acompañado de pruebas técnicas. El informe de Büttner detalla el proceso. El soporte es un panel de roble del siglo XVII, preparado con yeso blanco y una imprimatura gris plateada, tal como se usaba en el taller de Rubens. Las radiografías mostraron pentimenti, es decir, cambios realizados durante la creación. “El pintor modificó los brazos, que inicialmente estaban más abiertos, hasta darles la forma en Y característica. Esas correcciones son la mejor prueba de que no estamos ante una copia, sino ante la versión original de la composición”, explicó.
El análisis microscópico reveló algo aún más revelador: la presencia de pigmentos poco comunes en la representación de la piel, como el azul de azurita y el verde de malaquita. “Solo conozco a un pintor que utilizara esta combinación en los tonos de la carne: Rubens”, escribió en su dictamen.
En otras palabras, la autenticidad se apoya en una triple evidencia: la mirada experta, las huellas del proceso creativo y la química de los pigmentos.
La identificación también requiere comprender el contexto cultural y religioso. En este cuadro, Rubens introdujo por primera vez un detalle singular: un trazo blanco junto a la herida del costado de Cristo que sugiere la salida de agua además de sangre.
Para Büttner, ese gesto no es un accidente: “Rubens estaba cerca de los jesuitas e implementó un programa pictórico específicamente jesuítico. Si lo hizo por encargo o por iniciativa propia, no puede decirse con certeza. Pero se puede especular que esta pintura perteneció a Houtappel, un importante patrocinador de los jesuitas”.
Ese detalle conecta la obra con la espiritualidad ignaciana y con un programa visual que excede la estética. El experto no solo identifica técnicas de pincel: también interpreta la iconografía y la sitúa en la red de vínculos religiosos y políticos de la época.
¿Por qué una obra de tal importancia pudo permanecer invisible durante más de cuatro siglos? La explicación se encuentra, paradójicamente, en su difusión. Durante años solo se conocía por un grabado realizado por Lucas Vorsterman. Pero ese grabado tenía errores graves: mostraba a Cristo con la corona de espinas, sin la herida del costado y con inscripciones equivocadas.
“Sí, eso puede haber jugado un papel”, reconoció Büttner al ser consultado por Bardeo News si estos grabados podrían haber hecho que tardara más en identificar esta obra. Es que el grabado eclipsó al original y fijó en la memoria colectiva una versión incorrecta. Mientras tanto, el cuadro real colgaba discretamente en la colección del pintor francés William Bouguereau y luego en la casa de campo de sus herederos, reducido a mera decoración.
La historia parisina tuvo un eco inesperado en Argentina. Semanas atrás fue recuperada la obra llamada Retrato de una dama del pintor italiano Giuseppe Ghislandi, robado por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. La obra había desaparecido durante más de 80 años hasta que reapareció de manera insólita: en la foto de una agencia inmobiliaria, colgada en la casa que perteneció a la hija de un fugitivo nazi.
El padre de la mujer, Friedrich Kadgien, había sido asesor de Hermann Göring, responsable del saqueo de miles de piezas de arte en Europa. Tras una investigación judicial, la pintura fue finalmente devuelta. “Está en buenas condiciones teniendo en cuenta su antigüedad”, explicó el experto Ariel Bassano, que valoró la obra en unos 50.000 dólares.
En este caso, la tarea del especialista no fue detectar la pincelada genial, sino certificar el estado y la autenticidad de una pieza atravesada por el drama del saqueo nazi. El contraste con el Rubens es revelador: en un caso, se trata de reconocer el trazo del maestro; en el otro, de rescatar una memoria confiscada por la violencia de la historia.
Büttner fue claro: “Mi juicio como académico es independiente de las valoraciones del mercado, cuyas reglas no entiendo”. Su tarea, como la de Bassano en Argentina, no es inflar precios, sino restituir la verdad histórica.
El valor económico es innegable —el Rubens podría alcanzar entre 1,5 y 2 millones de euros en subasta—, pero la función del experto es otra: reescribir capítulos perdidos del arte, completar el corpus de un maestro, devolver piezas robadas a la memoria colectiva.
La historia de Cristo en la cruz y la de Retrato de una dama muestran que el trabajo de los expertos en arte no se limita a autenticar objetos valiosos. Son, en cierto sentido, guardianes de la memoria cultural. Su tarea combina ojo entrenado, ciencia, contexto histórico y ética. Reconocer el trazo virtuoso de Rubens o rescatar un Ghislandi escondido durante ochenta años no solo devuelve obras al presente: restituye relatos que parecían perdidos.
Las pinturas sobreviven a guerras, saqueos, herencias y silencios. Pero sin la mirada y la sensibilidad de quienes saben leerlas, muchas seguirían ocultas. El ojo experto —ese que ve lo que otros no— es, en definitiva, el puente entre el arte y la historia.